lunes, 25 de octubre de 2010

Se enciende la noche

No sé si escribo a estas horas para alargar el día o evitar que llegue la mañana. La noche es el lugar de la paz, del silencio, donde los sueños cobran cuerpo. Miro por la ventana. La luna está ahí como un consuelo para los insomnes, como un faro que guía hacia aquellas tareas que se ligan más con la travesura y el esparcimiento. Miro papeles, contesto correos, me desperezo y recuerdo las pequeñas batallas ganadas del día.

El sueño es el lugar del descanso; pero cuando tienes hijos, el descanso es el sueño de otros. Como cada noche, reanudo mi petición a los astros de dejar de vivir entre las trincheras de las obligaciones y del tiempo. Me pregunto por qué a veces la vida cotidiana se parece tanto a un campo lleno de obstáculos o a un deporte de alto riesgo para aquellos que le huimos a al educación física y que somos felices con una existencia de alcachofa.

El futuro es una topadora que arrasa y no perdona. Escribo letra a letra con la esperanza de que le hagan una zancadilla al tiempo. Pero el lenguaje no evita que pasen las horas. Y sé que dentro de poco volveré a ser una maratonista sin carrera, una escaladora sin montaña, una atleta urbana que empezará las auténticas olimpiadas cuando el reloj de la orden de largada.

El premio vale más que el millón de la pregunta: en estos momentos descansa feliz en su cama, y desde sus sueños desprende una luciérnaga de papel que me invita, que me llama, a encender la noche.

Burbujas

Ayer, una amiga me hizo un regalo inolvidable. Llegué a su casa y me obligó a dejar mis hijos en el jardín. Luego, me llevó a su habitación, donde tenía preparada una sorpresa: una sesión de masajes y un jacuzzi burbujeante me esperaban casi con ansiedad. Alrededor de la bañera,  había velas perfumadas, música y un pote con nueces caramelizadas, almendras y galletas. Al quedarme sola sentí que el infinito estaba delante de mí. Una vorágine de culpa (“¿llorarán los chicos?”) y de necesidad biológica (“¡justo lo que me pedía el cuerpo!”) se mezclaron en el interior. Pero seguí adelante. Y poco a poco, los pensamientos sobre las obligaciones familiares y el deber ser se fueron escuchando cada vez más lejos, hasta mezclarse con el sonido ambiente. Y surgió otra voz, que hace mucho no escuchaba: la mía.

Mi amiga piensa que el regalo fue el agua caliente y espumosa. Sin embargo, se equivoca. Alguien, en algún punto recordó que era mujer. Una mujer con alas llenas de polvo, que hace mucho no se desplegaban; con un espejo ajado que llevaba tiempo sin reflejar su interior. Mientras cerraba los ojos y dejaba que la espuma me hiciera cosquillas,  en la radio sonaba una canción que decía “no dejes que nadie te obligue a morir”. Entonces sonreí sin preocuparme porqué, dejé que el perfume de las velas llegara hasta la última de las células, desplegué las alas y volé sobre la habitación.

viernes, 22 de octubre de 2010

De madres y superhéroes


Ser madre en el contexto actual es una tarea digna de superhéroes. A veces, cuando miro a Spiderman trepando los edificios me pregunto sobre el presupuesto en telas de araña que ha gastado su madre o en las horas que debía estar aplaudiendo cada vez que su hijo lograba subir cada vez más alto, siempre de noche para no espantar a ningún vecino. En esos momentos, ¿en qué estaría pensando?, ¿en la compra?, ¿en las explicaciones que le daría a su jefe?, ¿en que daría todos sus superpoderes por una hora más en la cama?

Estoy segura de que junto al orgullo de ver crecer a su pequeño arácnido a la luz de la luna llena, era inevitable que dudara, al abrazarse a sí misma, quién era el auténtico superhéroe.

Para presentarnos


Debo confesarlo: soy la mamá de Batman. Sí, mi hijo se llama Bruno Díaz, mi marido Alfred y vivo en una baticueva: un espacio reducido, tomado (literalmente) por juguetes y otros accesorios del trabajo y la maternidad. Pero hay un problema, algo que no armoniza: tengo una hija que se niega a ser Batichica. Dice que para ser superhéroe y hacer el ridículo con un disfraz quiróptero sólo hacen falta dos cosas: que sea Haloween y ser mujer. En más de una ocasión me dejó entrever que, a juzgar por el rol femenino en la casa, sería más útil cambiar el emblema familiar por un pulpo, a menos que el murciélago sea una metáfora de lo corta que pueden ser algunas miradas y de lo misteriosa que puede ser la noche. No sé que contestarle. Mientras pienso la respuesta, la acaricio suavemente, mientras observo el pequeño tentáculo que le asoma bajo el brazo.