lunes, 25 de octubre de 2010

Burbujas

Ayer, una amiga me hizo un regalo inolvidable. Llegué a su casa y me obligó a dejar mis hijos en el jardín. Luego, me llevó a su habitación, donde tenía preparada una sorpresa: una sesión de masajes y un jacuzzi burbujeante me esperaban casi con ansiedad. Alrededor de la bañera,  había velas perfumadas, música y un pote con nueces caramelizadas, almendras y galletas. Al quedarme sola sentí que el infinito estaba delante de mí. Una vorágine de culpa (“¿llorarán los chicos?”) y de necesidad biológica (“¡justo lo que me pedía el cuerpo!”) se mezclaron en el interior. Pero seguí adelante. Y poco a poco, los pensamientos sobre las obligaciones familiares y el deber ser se fueron escuchando cada vez más lejos, hasta mezclarse con el sonido ambiente. Y surgió otra voz, que hace mucho no escuchaba: la mía.

Mi amiga piensa que el regalo fue el agua caliente y espumosa. Sin embargo, se equivoca. Alguien, en algún punto recordó que era mujer. Una mujer con alas llenas de polvo, que hace mucho no se desplegaban; con un espejo ajado que llevaba tiempo sin reflejar su interior. Mientras cerraba los ojos y dejaba que la espuma me hiciera cosquillas,  en la radio sonaba una canción que decía “no dejes que nadie te obligue a morir”. Entonces sonreí sin preocuparme porqué, dejé que el perfume de las velas llegara hasta la última de las células, desplegué las alas y volé sobre la habitación.

1 comentario:

  1. que gran regalo, es verdad que hace falta reencontrarnos y dejar que los deberes se esfumen por un instante

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